Ella lo miró de reojo mientras recogía algo del suelo para tirarlo a la papelera: -Sabes que no me gusta que hables así. La lluvia es un regalo de Dios, deberías alegrarte de que llueva.
Él la miró rápidamente, puntuando el final de su ahogada contestación con un ceño fruncido escondido tras el pelirrojo flequillo que perfilaba sus pequeños ojos, como botones, inertes y oscuros, que transmitían el más pasivo de los odios.
Será lo que tu quieras, pero es un asco, igual que el colegio, igual que el pastel de carne, igual que la misa de los domingos e igual que todo. - Su madre, casi de un salto, fue hacia la esquina de la mesa donde él estaba y le propinó un azote con una calmada fuerza, pero seco como una nuez: Te he dicho que no me gusta que me hables así. Son todos regalos de Dios, tú eres también un regalo de Dios, y los regalos de Dios no desperdigan blasfemias ¡Será posible! Lo pequeña que tienes la boca y la cantidad de horrores que sueltas en los veinte minutos que tardas en tomar el desayuno.
Se fue correteando, con un paraguas y la cartera del colegio, maldiciendo y murmurando. Esquivaba las lineas que creaban las losas rectangulares con agilidad, a su vez, canturreaba una canción de la radio que su madre describía como ruidosa y molesta, pero que a él le parecía de una musicalidad pegadiza e incluso brillante.
Entró en clase, como siempre, tarde. Era un niño bastante despistado y le apasionaba la observación de ciertas cosas, por lo que, generalmente, era fácil distraerlo con cualquier cosa.
-¡Pero bueno, Pérez! ¿Otra vez tarde? Es increíble que jamás llegues a tiempo, venga, veinte azotes, para que no se te peguen las sábanas nunca más. El maestro propinó veinte azotes con la regla de vinilo, la que más dolía, al pobre chico, que intentaba no lloriquear, pero que, verdaderamente, estaba sufriendo.
Cuando el maestro terminó se apoyó en el hombro del pequeño y mirándole le dijo: -Y recuerda, hijo, son para que aprendas, Dios quiere que seas un buen muchacho y para ello debes aprender. Estos azotes son un regalo de Dios. El día de mañana se lo agradecerás.
Las horas pasaron lentas, y la misa aún más, aunque para el pequeño fue un análisis exhaustivo del Dios que tantos regalos desagradables le cedía. A la hora de la merienda, los chicos volvieron a casa correteando contentos. Pérez también volvió a casa, pero él iba engatusado, pensativo, sin esquivar siquiera las líneas de las losas rectangulares del suelo.
A mitad de camino, una vocecilla le llamó la atención desde la acera de la izquierda: - ¡Oye, tú! ¿Ya no te acuerdas de saludar a las viejas?
El chico se paró en seco y giró la cabeza bruscamente, encontrándose con la apacible apariencia de Mikaela; era una anciana de unos setenta años, con el cabello largo como la crin de un caballo salvaje, y blanco como el reflejo del agua. Desde que era un bebé, Mikaela le contaba historias de su tierra, un país al otro lado del charco llamado Perú, donde ella decía haber aprendido a hacer el chocolate que vendía en la pequeña tienda de piedra de la acera de la izquierda.
El pequeño corrió hacia los brazos de la anciana, que lo abrazó con una fuerza inusual para su edad: - ¡Pero qué mayor estás ya! ¿Qué tal te ha ido en la escuela? - El chico bajó la cabeza, apagando la sonrisa poco a poco: - No muy bien, Dios me ha regalado veinte azotes para que aprenda a no llegar tarde a clase. - La mujer permaneció en silencio, intentando camuflar su gesto de sorpresa tras la mano derecha: - Bueno... ¿Y tu madre? ¿Cómo está? - El chico la miró y sonrió levemente: - Como siempre. En casa, sirviendo a Dios y haciendo pastel de carne para cenar. - Mikaela le miró algo disgustada y tras una sonrisa de complicidad le regaló una gran onza de chocolate que el chico se metió ansioso en la boca: - Mika... ¿A ti Dios te hace regalos? - Preguntó el pequeño pelirrojo, masticando el chocolate con rapidez: - Bueno... La verdad es que no sé si Dios me regaló algo o no, pero sí te diré que todo lo que tengo lo he conseguido yo, y que de cada grano de café y cacao que siembro, soy yo quien suda el esfuerzo, y que cada centavo que gano me lo trabajo con mi espalda y mis manos...- La mirada del chico se iluminó. Se levantó de un salto desde el regazo de la vieja Mikaela, besándola en la mejilla y despidiéndose con la boca llena de chocolate.
El chico corrió a lo largo de la calle sin detenerse a esquivar las líneas de las losas de la calle.
- Pobre diablillo... - Susurró la vieja mientras seguía con la mirada los pasos descordinados del muchacho, que se alejaba como alma que lleva el demonio.