viernes, 9 de noviembre de 2012

Azazel.

- La lluvia no para, ¿Cómo no? ¡Aquí nunca deja de llover! qué asco.
Ella lo miró de reojo mientras recogía algo del suelo para tirarlo a la papelera: -Sabes que no me gusta que hables así. La lluvia es un regalo de Dios, deberías alegrarte de que llueva.
Él la miró rápidamente, puntuando el final de su ahogada contestación con un ceño fruncido escondido tras el pelirrojo flequillo que perfilaba sus pequeños ojos, como botones, inertes y oscuros, que transmitían el más pasivo de los odios.
Será lo que tu quieras, pero es un asco, igual que el colegio, igual que el pastel de carne, igual que la misa de los domingos e igual que todo. - Su madre, casi de un salto, fue hacia la esquina de la mesa donde él estaba y le propinó un azote con una calmada fuerza, pero seco como una nuez: Te he dicho que no me gusta que me hables así. Son todos regalos de Dios, tú eres también un regalo de Dios, y los regalos de Dios no desperdigan blasfemias ¡Será posible! Lo pequeña que tienes la boca y la cantidad de horrores que sueltas en los veinte minutos que tardas en tomar el desayuno.
Se fue correteando, con un paraguas y la cartera del colegio, maldiciendo y murmurando. Esquivaba las lineas que creaban las losas rectangulares con agilidad, a su vez, canturreaba una canción de la radio que su madre describía como ruidosa y molesta, pero que a él le parecía de una musicalidad pegadiza e incluso brillante.
Entró en clase, como siempre, tarde. Era un niño bastante despistado y le apasionaba la observación de ciertas cosas, por lo que, generalmente, era fácil distraerlo con cualquier cosa.
-¡Pero bueno, Pérez! ¿Otra vez tarde? Es increíble que jamás llegues a tiempo, venga, veinte azotes, para que no se te peguen las sábanas nunca más. El maestro propinó veinte azotes con la regla de vinilo, la que más dolía, al pobre chico, que intentaba no lloriquear, pero que, verdaderamente, estaba sufriendo.
Cuando el maestro terminó se apoyó en el hombro del pequeño y mirándole le dijo: -Y recuerda, hijo, son para que aprendas, Dios quiere que seas un buen muchacho y para ello debes aprender. Estos azotes son un regalo de Dios. El día de mañana se lo agradecerás.
Las horas pasaron lentas, y la misa aún más, aunque para el pequeño fue un análisis exhaustivo del Dios que tantos regalos desagradables le cedía. A la hora de la merienda, los chicos volvieron a casa correteando contentos. Pérez también volvió a casa, pero él iba engatusado, pensativo, sin esquivar siquiera las líneas de las losas rectangulares del suelo.
A mitad de camino, una vocecilla le llamó la atención desde la acera de la izquierda: - ¡Oye, tú! ¿Ya no te acuerdas de saludar a las viejas? 
El chico se paró en seco y giró la cabeza bruscamente, encontrándose con la apacible apariencia de Mikaela; era una anciana de unos setenta años, con el cabello largo como la crin de un caballo salvaje, y blanco como el reflejo del agua. Desde que era un bebé, Mikaela le contaba historias de su tierra, un país al otro lado del charco llamado Perú, donde ella decía haber aprendido a hacer el chocolate que vendía en la pequeña tienda de piedra de la acera de la izquierda.
El pequeño corrió hacia los brazos de la anciana, que lo abrazó con una fuerza inusual para su edad: - ¡Pero qué mayor estás ya! ¿Qué tal te ha ido en la escuela? - El chico bajó la cabeza, apagando la sonrisa poco a poco: - No muy bien, Dios me ha regalado veinte azotes para que aprenda a no llegar tarde a clase. - La mujer permaneció en silencio, intentando camuflar su gesto de sorpresa tras la mano derecha: - Bueno... ¿Y tu madre? ¿Cómo está? - El chico la miró y sonrió levemente: - Como siempre. En casa, sirviendo a Dios y haciendo pastel de carne para cenar. - Mikaela le miró algo disgustada y tras una sonrisa de complicidad le regaló una gran onza de chocolate que el chico se metió ansioso en la boca: - Mika... ¿A ti Dios te hace regalos? - Preguntó el pequeño pelirrojo, masticando el chocolate con rapidez: - Bueno... La verdad es que no sé si Dios me regaló algo o no, pero sí te diré que todo lo que tengo lo he conseguido yo, y que de cada grano de café y cacao que siembro, soy yo quien suda el esfuerzo, y que cada centavo que gano me lo trabajo con mi espalda y mis manos...- La mirada del chico se iluminó. Se levantó de un salto desde el regazo de la vieja Mikaela, besándola en la mejilla y despidiéndose con la boca llena de chocolate.
El chico corrió a lo largo de la calle sin detenerse a esquivar las líneas de las losas de la calle.
 - Pobre diablillo... - Susurró la vieja mientras seguía con la mirada los pasos descordinados del muchacho, que se alejaba como alma que lleva el demonio.

lunes, 5 de noviembre de 2012

I don't wanna stay at all.

El morro del coche va devorando las líneas de la carretera a 120km/h. Por mi ventanilla no veo más que inmensidad y desierto pero, aún así, la velocidad refresca la aridez que me rodea, que te rodea a mi lado.
Suena Yellow Ledbetter, como siempre que vamos por la autopista juntos, sé que no te gusta que te mire mientras cantas en silencio, mojándote los labios en cada respiro de la guitarra, pero también sé que detestas que fume en tu coche y aún así, me miras cuando me enciendo un cigarro y sonríes al girar la cara hacia la carretera. "Seguro que la ruta 68 de Arizona está escrita por Eddie Vedder" me dices siempre que vamos por ella, sonrío y te beso, como siempre, porque siempre tienes razón.
El sol ya empieza a asomar por el engañoso fin de la carretera, me gusta cuando aceleras al darte cuenta, como si intentases alcanzarlo. Estoy segura de que ya lo has conseguido.
Hoy, es 13 de mayo del 98, y parece que aún seguimos en la carretera, juntos, intentando alcanzar el sol, escuchando Yellow Ledbetter, y parece que me recuerdas el supuesto autor de la ruta 68 de Arizona, parece que aún te puedo besar y distraerte sin miedo, pues la carretera sigue siendo nuestra, más tuya que mía, pues tú ya no puedes regresar de ella.
Hoy conduzco sola, suena Pearl Jam, voy a 120km/h y estoy segura de que hoy alcanzaré al sol antes de que se escape hacia su posición matutina, aumento a 150km/h, sé cuánto te habría gustado correr a esa velocidad por la ruta 68, por eso dejé que cogieras tú el volante, a 200km/h, mientras, yo canté en silencio el estribillo de Yellow Ledbetter y cerré los ojos. Podía notar que el sol cada vez estaba más cerca.
Para la gente de nuestro alrededor puede que seamos dos muertos en medio de la carretera, pero tú y yo sabemos lo que de verdad somos y no nos importa que nos retiren del coche antes de que acabe nuestra canción, pues nosotros seguimos en la carretera, con Yellow Ledbetter de fondo, a punto de alcanzar el sol.

"Ah yeah, can you see them out on the porch? Yeah, but they don't wave. 
But I see them round the front way. Yeah. 
And I know, and I know. I don't wanna stay at all."