miércoles, 21 de mayo de 2014

Carta a la Morla

Querida Vieja,

Casi puedo recordar nuestras tardes frías en la moqueta, con tus palabras retumbando en las paredes de mi cuarto, nuestro cuarto. Recuerdo como me decías lo que era bueno que fuese y me dabas esos horribles sermones sobre mis errores, sobre mis manías y mis decisiones futuras. A veces me decías cosas tan horribles que aún me duelen, aunque también me levantaste cuando ya nada podía ser peor, pero esa eres tú, siempre ahí, en lo malo y en lo bueno, obligándome a pensar, a parar, a seguir, guiándome incansable por todos los terrenos que he andado a cambio de nada, de que te escuchase y te hiciese compañía.
Sé que te enfadaste cuando dejé de escucharte, sé que te molestó muchísimo que diese de lado toda tu palabrería de tortuga vieja, sé que por un momento pensaste en no perdonarme, en dejarme seguir con mi desastroso cuento de polvo y remiendos, pero volviste y me paraste los pies, ¡Lo hiciste! te preocupaste por mi, por este desastroso cúmulo de ansias y ganas que no sabe hacer nada por sí misma, que se frustra, se arruga y se destruye al ritmo de una rueda de hojalata que trisca espigas incansable. ¡Bendita Morla!, y no sé cómo agradecerte tus múltiples intervenciones y tus lecciones, tus consejos, tus impresiones, ¡Siempre tienes razón!, pero debo decirte que puede que ya hayas hecho demasiado, puede que ya no haya sitio para las dos aquí, puede que me toque sufrir, puede que me toque tropezar con miles de piedras miles de veces, pero Morla, soy yo y no puedo cambiar.
No puedo decirte que me perdones, ni que te calles. Sé que odias cada palabra de esta carta, pero vieja,
quiero conocer, quiero volver a herirme, quiero volver a descubrir el mundo que detesto y que a la vez me apasiona y quiero hacerlo sin ti, vieja.
Y aunque sabes que es cierto e irreversible, siempre nos quedarán las horas de música y moqueta, y estos ridículos momentos frente al ordenador, hablándote, hablando sola.

PD. No es cuestión de un cambio de aires, sino de miras.

Hasta la vista, vieja.

Borrador

 La tarde siempre cierra igual sus ojos, como cierra el tiempo todo; sombras, heridas, palabras que se alejan, muecas distantes, confusión, añoranza, espera, dolor.
 Los anocheceres son como las despedidas, nunca se viven suficientes para que no se cree ese espeso pesar en el pecho, ese desequilibrio momentáneo en la ruta de vuelta a casa, o de vuelta a otro lugar, es lo que menos importa, al igual que tampoco importa cuánto tiempo tarda en romperse la despedida, si dos horas o diez años. El atardecer predice, como predice el silencio a la despedida, la pasada de las nueve, la desembocadura del día, el fin de la jornada, la hora del optimismo y los helados y eso, eso no tiene nada que ver con la luz, ni con la hora, realmente sólo despierta el desdén que siempre produce el fin de algo, de algo que comienza a finalizar desde que empieza y se va desmoronando entre sonrisas y miradas, ¿Qué importa si son dos horas o diez años? La noche es como el giro a casa, como el fin de la batalla entre los ojos, que se desvían en lineas diferentes, que suben escaleras o cruzan pasos de cebra en direcciones contrarias. Y no importa, no importa que el sol se pusiese antes, no importa si el viento devuelve lo que se lleva, no importa si son dos horas o diez años.
Se pone el sol,
y se reduce todo a gas.
Los pasos son más lentos, las personas se dispersan y ambientan la ruta con silencios ensuciados de ruidos callejeros y palabras anónimas que flotan sin más. Es ese asqueroso pavor a la soledad, esa irracional obsesión por encontrar un camino que no esté en dirección contraria,
aunque no sea apropiado,
y aunque no será en dos horas,
y tampoco en diez años,
la noche terminará y llegará el nuevo día, sin atardeceres ni caminos, sin ruidos, ni baches, ni hedor del pasado y joder,
¿Qué importa si dos horas o diez años?
Sólo quiero irme a casa.



martes, 6 de mayo de 2014

Desde el exilio

Eres como mi ciudad.
artificial y gris.
Con tu brisa vas trayendo
horas largas y sombras huecas.
Te expandes como el mar, con tu espuma oscura y tu tempestad, pero eres gris como mi ciudad.
Tan alto y veloz que solo dejas tu estela gris de tu gris vuelo.
No son alas de pájaro, son alas de avión,
avión frágil que vuela como el tiempo, pero es gris
como mi ciudad.
Creces como las ramas y floreces como la primavera,
pero floreces en cualquiera.
Y es cierto que te digo ven, vuelve o incluso no te marches, aunque sea en silencio.
Y cuando me miras se vuelve luz el cristal de las fuentes, vuelve a soplar el viento cian entre los grandes edificios y traes contigo mil auroras de alquitrán.
No me gusta, ni lo detesto, es sólo el amargo camino gris de tu ausencia,
en mi gris cuidad.