miércoles, 21 de mayo de 2014

Borrador

 La tarde siempre cierra igual sus ojos, como cierra el tiempo todo; sombras, heridas, palabras que se alejan, muecas distantes, confusión, añoranza, espera, dolor.
 Los anocheceres son como las despedidas, nunca se viven suficientes para que no se cree ese espeso pesar en el pecho, ese desequilibrio momentáneo en la ruta de vuelta a casa, o de vuelta a otro lugar, es lo que menos importa, al igual que tampoco importa cuánto tiempo tarda en romperse la despedida, si dos horas o diez años. El atardecer predice, como predice el silencio a la despedida, la pasada de las nueve, la desembocadura del día, el fin de la jornada, la hora del optimismo y los helados y eso, eso no tiene nada que ver con la luz, ni con la hora, realmente sólo despierta el desdén que siempre produce el fin de algo, de algo que comienza a finalizar desde que empieza y se va desmoronando entre sonrisas y miradas, ¿Qué importa si son dos horas o diez años? La noche es como el giro a casa, como el fin de la batalla entre los ojos, que se desvían en lineas diferentes, que suben escaleras o cruzan pasos de cebra en direcciones contrarias. Y no importa, no importa que el sol se pusiese antes, no importa si el viento devuelve lo que se lleva, no importa si son dos horas o diez años.
Se pone el sol,
y se reduce todo a gas.
Los pasos son más lentos, las personas se dispersan y ambientan la ruta con silencios ensuciados de ruidos callejeros y palabras anónimas que flotan sin más. Es ese asqueroso pavor a la soledad, esa irracional obsesión por encontrar un camino que no esté en dirección contraria,
aunque no sea apropiado,
y aunque no será en dos horas,
y tampoco en diez años,
la noche terminará y llegará el nuevo día, sin atardeceres ni caminos, sin ruidos, ni baches, ni hedor del pasado y joder,
¿Qué importa si dos horas o diez años?
Sólo quiero irme a casa.



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