Querida Vieja,
Casi puedo recordar nuestras tardes frías en la moqueta, con tus palabras retumbando en las paredes de mi cuarto, nuestro cuarto. Recuerdo como me decías lo que era bueno que fuese y me dabas esos horribles sermones sobre mis errores, sobre mis manías y mis decisiones futuras. A veces me decías cosas tan horribles que aún me duelen, aunque también me levantaste cuando ya nada podía ser peor, pero esa eres tú, siempre ahí, en lo malo y en lo bueno, obligándome a pensar, a parar, a seguir, guiándome incansable por todos los terrenos que he andado a cambio de nada, de que te escuchase y te hiciese compañía.
Sé que te enfadaste cuando dejé de escucharte, sé que te molestó muchísimo que diese de lado toda tu palabrería de tortuga vieja, sé que por un momento pensaste en no perdonarme, en dejarme seguir con mi desastroso cuento de polvo y remiendos, pero volviste y me paraste los pies, ¡Lo hiciste! te preocupaste por mi, por este desastroso cúmulo de ansias y ganas que no sabe hacer nada por sí misma, que se frustra, se arruga y se destruye al ritmo de una rueda de hojalata que trisca espigas incansable. ¡Bendita Morla!, y no sé cómo agradecerte tus múltiples intervenciones y tus lecciones, tus consejos, tus impresiones, ¡Siempre tienes razón!, pero debo decirte que puede que ya hayas hecho demasiado, puede que ya no haya sitio para las dos aquí, puede que me toque sufrir, puede que me toque tropezar con miles de piedras miles de veces, pero Morla, soy yo y no puedo cambiar.
No puedo decirte que me perdones, ni que te calles. Sé que odias cada palabra de esta carta, pero vieja,
quiero conocer, quiero volver a herirme, quiero volver a descubrir el mundo que detesto y que a la vez me apasiona y quiero hacerlo sin ti, vieja.
Y aunque sabes que es cierto e irreversible, siempre nos quedarán las horas de música y moqueta, y estos ridículos momentos frente al ordenador, hablándote, hablando sola.
PD. No es cuestión de un cambio de aires, sino de miras.
Hasta la vista, vieja.
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